Va a condicionar nuestro futuro inmediato como sociedad. Más del 15% de la población mundial es mayor de 65 años, siendo en los países avanzados especialmente preocupante. Se estima que en 2050 este porcentaje se elevará al 35% y continuará incrementándose y más rápidamente en los años sucesivos gracias a la investigación biomédica que ha permitido desarrollar una impresionante colección de nuevas tecnologías.
El avance del conocimiento de los mecanismos moleculares y celulares que subyacen a las enfermedades que han limitado históricamente nuestra esperanza de vida, como el cáncer o las cardiovasculares, permitirán avanzar rápidamente en el diagnóstico y la medicalización de manera personalizada.
Los profesionales de la medicina, en lugar de basarse en la respuesta media de grupos de personas que participan en los ensayos clínicos, como se ha hecho tradicionalmente, disponen ya en muchos casos de herramientas para predecir la respuesta de cada paciente a determinados planes terapéuticos adaptados cada uno a su fisiología.
Los avances en genética y biología molecular producidos desde la publicación del mapa completo del genoma humano, junto con la enorme cantidad de datos de los que disponemos a nivel global hoy en día y al uso de la inteligencia artificial, que invade todo, hacen que los algoritmos utilizados sean cada vez más fiables y puedan adaptarse a cada individuo. Es lo que llamamos medicina personalizada. Aunque está en sus inicios, mucho más de lo que nos creemos, es claramente hacia donde se dirige el diagnóstico y los tratamientos médicos.
Además, la creación de órganos artificiales mediante el desarrollo de organoides a partir de células madre o células reprogramadas, o generados por impresión en 3D, así como el desarrollo de prótesis biónicas, son también ejemplos de la innovación al servicio de la salud que están ya transformando la medicina.
Como resultado de todos estos avances, se producirá una elongación extraordinaria en la esperanza de vida. Pero la cuestión es: ¿para qué queremos vivir hasta los 100 años, si los últimos 15 o 20 los pasamos en un ambulatorio? Esta mejora en la esperanza de vida tendría que venir necesariamente acompañada de la aspiración de vivir nuestros años de madurez en mejores condiciones. Es decir, vivir más, pero con mejor calidad de vida.
En este sentido, la investigación sobre el cerebro, la salud mental y las enfermedades que afectan al sistema nervioso adquieren una dimensión especial, porque los trastornos del sistema nervioso, en sus nuevas formas, tales como la depresión, las alteraciones cognitivas, la pérdida de visión u oído, el dolor neuropático, las enfermedades neurodegenerativas… suelen afectar a un porcentaje muy alto de la población de edad avanzadas.
Desafortunadamente, el conocimiento sobre las bases moleculares que subyacen a la función cerebral y a las patologías del sistema nervioso no se ha desarrollado tan rápidamente como el estudio de otras enfermedades, como el cáncer o las cardiovasculares. Esto es debido a que una gran parte de nuestro conocimiento actual sobre el cáncer se debe a que podemos realizar biopsias para diseccionar y analizar en detalle el tejido enfermo. Sin embargo, en el caso del cerebro solo es posible el acceso al tejido de manera post mortem, cuando ya es demasiado tarde para intervenir.
Además, mientras que el crecimiento celular incontrolado de los tumores se puede investigar en ensayos in vitro, el estudio del sistema nervioso requiere de modelos animales que dificultan, ralentizan y encarecen enormemente la investigación.
Estas limitaciones han lastrado hasta recientemente la investigación en neurociencia comparada con otras áreas de la salud. Sin embargo, los avances tecnológicos que se vienen perfeccionando y desarrollando a lo largo de la última década, incluida la imagen por resonancia magnética funcional, la estimulación transcraneal y la decodificación del lenguaje neuronal combinado con la inteligencia artificial, la miniaturización de chips para insertar electrodos en la corteza cerebral, la edición genética por Crispr, la bioingeniería o la emergencia de nuevos materiales están revolucionando el campo de la neurociencia y sentando las bases para crear dispositivos que tal vez logren sustituir órganos sensoriales complejos como la retina o que al menos ayuden a su mejor funcionamiento cuando están dañados.
Además, el estudio del cerebro no sólo avanzará para detectar el deterioro del sistema nervioso, sino que tiene otra vertiente aún más fascinante y en la que la sociedad no tiene tan claro que está ocurriendo. Perseguimos entender los mecanismos cerebrales que generan nuestro comportamiento en individuos sanos.
Las últimas tecnologías que se están llevando a cabo en animales de experimentación combinando manipulación genética con activación lumínica en nuestro instituto, demuestran que es posible modificar las bases neuronales de la conducta, de la conciencia o de la memoria.
Por ejemplo, en un ratón activamos un grupo de neuronas particulares mediante estimulación por luz azul y de movimientos desordenados pasa a dar vueltas compulsivamente. Esta técnica, aplicada a otros tipos de neuronas diferentes, da lugar a distintos tipos de comportamiento. Actualmente esta aproximación está ayudando a entender las bases científicas de la conducta, así como los circuitos implicados en determinados comportamientos.
Realmente, la posibilidad de manipular a un ser humano en el futuro, su estado de ánimo o sus habilidades y capacidades cognitivas es una realidad muy plausible. En este camino imparable, la neuroética, que es la disciplina que evalúa las implicaciones éticas, legales y sociales que surgen de los avances científicos derivados de la manipulación del cerebro, tendrá que tener sin duda un particular protagonismo.
De ahí la importancia que tendrá la colaboración con los humanistas, con las personas de perfiles más. La ética y la filosofía, que igual no están muy de moda, serán clave para elaborar nuestro futuro.